
Dead ears ganadora de la Competencia Internacional FIDBA 2016
Dead Ears (Lituania – 2016)
Festivales: FIDBA (Mejor película) / Festival de Cracovia (Mejor fotografía) / Festival de Cine de Vilnius (Sección Premieres lituanas).
Dirección y guion: Linas Mikuta / Fotografía: Kristina Sereikaitė / Montaje: Linas Mikuta, Kristina Sereikaitė / Música: Povilas Vaitkevičius, Benas Šarka / Edición de sonido: Saulius Urbanavičius / Productor: Jurga Gluskinienė / Duración: 42 minutos.
Estamos acostumbrados a hablar del aislamiento en las grandes ciudades, con lugares comunes y variadas metáforas. Que el crecimiento demográfico, que la alienación, que la proliferación tecnológica, son algunos de los aullidos proferidos dentro del quejoso universo verbal en el que permanecemos. Y de vez en cuando, la nobleza del género documental nos sacude, nos despabila para extender la mirada más allá del ombligo urbano capitalino.
Dead Ears nos lleva bien lejos, más allá de lo que entendemos por civilización, a un distante campo de Europa del Este. Allí pasan los días (que no es lo mismo que vivir) un padre viudo, curtido por la monotonía, y su sordo hijo adulto. La lucha que soportan es doble. La actividad agrícola que sostienen ya no cuadra dentro de los parámetros del mundo moderno y la relación entre ellos es dura, sobre todo a partir del modo en que el anciano trata a su hijo. De hecho, la expresión “dead ears” es la que utiliza para agredirlo cuando intenta que trabaje.
En este sentido, la película podría verse como una exploración de un entorno afectivo. La cámara de Mikuta observa y parece no juzgar. Su acercamiento desde diversos ángulos es respetuoso y el interés, en todo caso, simula ser el de tantos documentales actuales, esa necesidad de captar la realidad y reformularla pictóricamente, aun en los territorios más inhóspitos y arduos. De este modo, el sacrificio de una cabra (fuera de campo) puede dar lugar a un hallazgo de absoluta naturaleza lírica: un río de sangre con ranas croando. Es solo uno de los centros neurálgicos en los que el poder transformador de la cámara nos advierte que puede hacerse poesía aun en la crudeza y entonces, como diría Charly García, “las cosas ya no son como las ves”.
No obstante, este filme en particular instaura una justa reivindicación desde el plano visual: mientras se escucha la voz del padre con sus quejas y agresiones, nunca se pierde de vista la presencia del hijo. El encuadre captura los gestos y los movimientos de la víctima, como una forma de acompañar ese aislamiento (y no otro), el de sentirse incomprendido, solo, frente a la barbarie humana. Se trata de un gesto ético que no es menor y que le confiere a la enunciación un peso ideológico que excede el mero regodeo estético. “Es tan duro para mí” dice el padre y en esa sentencia deberíamos comprender su tormento cotidiano. Al mismo tiempo, vemos imágenes de animales (¿una homologación encubierta?). Si la queja ante el oído del realizador va por un carril y se materializa como un reclamo al mundo, hay un mecanismo de defensa de la cámara que hace justicia al cuerpo del hijo, mostrándolo, ante la imposibilidad de hablar, de defenderse.
Hay una hermosa secuencia al respecto donde la mirada de Mikuta toma una distancia prudencial para observar un juego del hijo interactuando con la naturaleza, en sus intentos por subir a un árbol. Parece ser uno de esos momentos que todo documentalista sabe que no puede ni debe perder, ya sea por intuición o por la belleza inherente al acto en sí apresado por la lente. Todo el dinamismo lúdico de esa secuencia, una vitalidad que solo pueden permitirse quienes no viven en la cárcel del tiempo ni son heridos por las obligaciones pautadas, contrasta con un plano en el que vemos al padre, parado frente a cámara, estático, en su casa. La música que instala ambigüedad y enrarece el ambiente. Pero también se posiciona en el lugar de los otros, fundamentalmente, del más débil.
Una última observación que no es más que la confirmación de otra virtud. Dead Ears dura 42 minutos y es la medida justa. Dice lo que tiene que decir y mostrar en ese lapso de tiempo. No es un dato menor en un contexto donde las posibilidades de filmar en la era digital han propiciado un nuevo modo de entender las clásicas nociones de montaje y de edición, de manera tal que se agregan minutos de filmación como si se guardaran cantidades siderales de fotos en una PC. Frente a este fenómeno incontrolable, Mikuta regala el arte de la más maravillosa síntesis. Y además, poesía.
Por Guillermo Colantonio